Era uno de esos días en los que caminar no vale menos, en los que
observar la triste cara que pone la sociedad en estos fríos lugares de la
ciudad no importa. Paso a paso, lento pero seguro, caían las hojas de un árbol
en marchito deseo de morir para no ver más sufrimiento, para no dejarse permear
por los humanos, caer en ese frívolo humo que invade su cuerpo, encerrado en un
mísero espacio concedido por las personas que lo ven como algo preciado, y sin
embargo lo abandonan a su suerte de vida inmóvil.
Ese lúcido árbol mostraba su majestuosa vejez, iluminada por luces
artificiales, no voy a negarlo me parecía precioso el espectáculo, pero al
mismo tiempo vergonzoso, recordando la contaminación visual de esas plazas, como
las estrellas no existen allí, como sí en el campo, empero no hay que dejarse
llevar por nostalgias, la ciudad es la ciudad, la magia de su espacio es única.
Recordando el tema, caminaba mientras miraba las iluminadas tiendas
de comida rápida, de artesanías indígenas y otros artefactos… ferreterías,
almacenes de ropa, la desastrosa tienda que jamás se volvió a abrir ¿Un fracaso
mercantil? No, una falsa oportunidad de progresar en una sociedad consumida por
el dinero.
Mierda, me desvío de la trama principal, ¿No es así? ¿No dudamos en
todo momento? He vuelto al tema, caminaba como cualquiera lo hace en un día del
diciembre helado del centro en la noche, cuando lo vi, medía más o menos unos
ciento sesenta y cinco centímetros, o eso me pareció según mi estatura. Era
hermoso como el más esbelto de su especie, una semejanza de la realidad absurda
de la sociedad contemporánea. Recuerdoque entré,dudoso, a ese lugar decorado
con miles de luces artificiales, con piso en madera oscura de la más fina al
parecer (No sé de eso), con la sonrisa de una dama y la hipocresía que
caracteriza a los seres casados de mentir con la mirada. Le hablé de él, lo
pagué con trivial felicidad, exigí el que se hallaba exhibido, quisieron
convencerme de que era un modelo anticuado, que no duraría, etcétera, pero mi
furia los aplacó de su intento. Colocaron delicadamente su cuerpo en una caja
blanca como la nieve (Bueno, para el que la conozca, porque aquí no cae),
luego, lo llevé con marcha pausada a mi vivienda.
Los primeros días fueron de la más alegre compañía, esas hojas
verdes de caucho, esa base de hierro que asemejaba a uno real, tan alto como
yo, tan seco como mi cuerpo, solitario y callado, era totalmente lo que
deseaba.
Acabó diciembre, ¡Oh!,endemoniado mes de ocultas sensaciones, de
fiestas sin sentido, de pensares olvidados, de melancolía reprimida por la más
leve idea de algo nuevo, eso que jamás
existió, un año. Todo se había retirado, las luces, la ropa, los hombres rojos,
los adornos irracionales, ¡todo!, excepto ese objeto (que desesperado compré en
la fecha)en el rincón más profundo de mi casa, lo veía asomado, sin palabras,
sin reclamos, sin dejarse permear por el cambio de año. Decidí no poner
atención a sus acciones, pese a que otros me dijeron que lo guardara, que sólo
era para una fecha determinada.
Pasó un año en un abrir y cerrar de libros, no me di cuenta de que
existía hasta que vi las primeras luces brillar en la parte de afuera, mi
corazón palpitó y un escalofrío estremeció mi cuerpo, ¿Qué hacía eso ahí? ¿Qué lunático
compró eso? Un yo del año pasado; me agobió su soledad, corrí a la calle y
compré luces, adornos, una estrella gigante para su punta y regalos tontos para
colocarlos debajo de él, sabiendo que nadie los abriría porque vivo solo. Lo
adorné con paciencia y cariño, no fue suficiente, seguía ahí, paciente por algo
que yo no sabía… me quedaba horas ausculto, esperando un movimiento, esperando
a que cayera sobre mí y me usurpara mi identidad, mi forma de ser, vi
pensamiento diferente. Temblaba de terror a su lado.
No terminó el mes, ni las luces dejaron de resplandecer cuando
decidí tomar cartas sobre el asunto, lo cogió por el cuello indiferente que lo
sostenía y lo sometí en el piso, rompiéndolo en pedazos absorbido por el terror
que me producía, dejó de alumbrar, cayeron las hojas de sus ramas, ¡Oh no puede
ser! Lo asesiné… comencé a agitarme desesperado, saqué el cuerpo por la parte
de atrás y lo enterré por la noche en el patio para que nadie se diera cuenta.
Al día siguiente, me reía casi a carcajadas con la mirada extraña de
mis compañeros de trabajo encima de mío, cuando me preguntaban el porqué de mis
risas, les decía: ¿Cómo pude darle tanta importancia a un viejo árbol de
navidad? Luego me quedaba serio, pensando lo compulsivo que fui en su momento.
Edison González
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