¿No era la noche fría la que congelaba sus manos? ¿No era aquel triste invierno el que congelaba su cuerpo de fantasioso deseo, ante la mirada ferviente de miles de hombres? Y sin embargo bailaba, y aún no lo puedo creer, bailaba.
¿Su antipático pensamiento la hacía reír ante aquella multitud que la observaba? De pronto le gustaba ser la mira de todos ellos, que eran solamente hombres con su mórbido deseo al contemplar ese cuerpo, un cuerpo de diosa tal vez, un cuerpo de sonrisas maltratadas por el tiempo. No nos mintamos, no era joven, en absoluto lo era; no obstante, una sola mirada levantaba los intensos carnales de los presentes.
¿Sigo con los presentes? Porque eran ellos el centro del espectáculo, más que ella (aunque preciosa), aquellos sujetos se amontonaban para chiflar, gritar, reír y hasta insultarla. ¡Qué ira cuando vi eso! ¡Era un insulto total!
Yo la veía preciosa mientras se encontraba en aquellas cuatro paredes, ya lo he dicho, hermosa como la última rosa que se marchita lentamente ante el invierno que la azota, desnuda, desnuda pero encerrada en ella, en sus pensamientos, ojos perdidos en el alba eterna de la luz…
Lo confieso, el invierno se hallaba afuera y ella adentro, pero el frio era el mismo, la nieve sofocaba el respirar, incluso en algún momento los viajeros arriesgados de afuera perdían la vista con ella. Pero eso es afuera, y dejémoslo afuera, más bien pensemos en lo de adentro, en lo doloroso de adentro, de la mujer marchita que se veía socavada por esos ojos inconscientes.
¡Malditos ojos esos!, me hacían hervir la sangre.
Me declaro culpable, ni siquiera alcanzaba los catorce años cuando me introduje, solo, para ver aquel espectáculo que apenas empezaba a enredar mi corta vida; y, cuando la vi a ella mi corazón se impresionó de tal manera que ante su belleza cedió una lagrima de mis ojos aguados.
Pero ahora y al haberme ido de casa para no volverla a ver, reconozco que eso lo hacía por mí, que era para darme la educación que jamás tuvo ella, o que dijo no tener; obviamente no la perdono, porque no hay nada que perdonar, todo se hallaba en su orden normal, ella cumplía con su deber, no existía ningún problema con lo que hacía al pararse en esa tarima a mostrar su cuerpo ante esos despreciables sujetos. Lo comprendí hace poco que la vi pasar la calle ya anciana, sola, ella en esa avenida gigante, la ayudé a pasar, no me reconoció como mi padre cuando nos abandonó.
Aún le ayudo a pasar la calle cuando la veo y le auxilio con ciertas cosas en su humilde casa, porque mi madre se merece alguien que la valore, no como aquel hijo que perdió por ser envidioso de su cuerpo y de su amor.
Edison González Lemus
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